Clearco de Lacedemonia [...] nadie tampoco como él para imponer su autoridad a los que le rodeaban. Lo conseguía por su carácter duro y, además por su aspecto, que infundía miedo, y su voz áspera. Siempre castigaba con severidad, algunas veces con cólera, hasta el punto de arrepentirse más tarde en ciertas ocasiones. Esta dureza era en el un principio, pues pensaba que un ejército sin disciplina no sirve para nada. Según contaban se le había oído decir que el soldado debía temer más al jefe que a los enemigos [...] Por eso en los momentos peligrosos todos se prestaban a obedecerle ciegamente y no querían otro jefe; entonces, según decían, la dureza de su aspecto terrible ponía alegres los rostros de los otros, y su severidad parecía fortaleza contra los enemigos, de tal suerte, que lejos de parecerles duro veían en él su salvación. Pero cuando salían del peligro y era posible pasar a las órdenes de otros jefes, muchos le abandonaban [...]
Próxeno, de Beocia [...] Sabía muy bien mandar a la gente que le honraba; pero no era capaz de inspirar a los soldados ni reverencia ni miedo, y hasta sentía él más respeto ante los soldados que ellos ante él. Se le notaba que temía hacerse odioso a los soldados más que éstos al desobedecerle. Creía que para ser un buen jefe y parecerlo bastaba con elogiar al que se conducía bien y no elogiar al que había hecho algo malo. Por eso, los que eran buenos le tenían afecto; pero los malos maquinaban contra él, teniéndole por fácil de engañar [...]
Menón, de Tesalia, dejaba ver claramente sus vivas ansias de riqueza; si deseaba mandar era para adquirirlas más abundantes, y si ambicionaba honores era para obtener más beneficios. Buscaba la amistad de los más poderosos con el fin de que sus atropellos quedaran impunes [...] Era evidente que no tenía afecto a nadie, y aun contra aquel de quien se decía amigo tramaba abiertamente sus enredos [...] Al que no era un granuja, lo tenía por rústico e ignorante. Y cuando aspiraba a ser el primero en la amistad de alguien creía que la mejor manera de conseguirlo era calumniar a los que ya ocupaban aquel puesto. Se procuraba la obediencia de los soldados haciéndose cómplice de sus atropellos [...]
Agias, de Arcadia, y Sócrates, de Acaia, murieron también. Nadie pudo decir de ellos que fueron cobardes en la guerra ni poner tacha a su amistad.
Jenofonte: La expedición de los diez mil. Libro segundo, VI. Edicomunicación S.A., Barcelona, 1994.
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