Así habló Jenofonte. Los capitanes, después de haberle oído, le invitaron a que los condujera, excepto un cierto Apolónides, que hablaba con acento beocio; este individuo dijo que era bien tonto quien hablase de poder encontrar la salvación de otro modo que consiguiendo un arreglo con el rey. Y al mismo tiempo comenzó a enumerar las dificultades pero Jenofonte, interrumpiéndole, dijo:
-Buen hombre, me parece que tú no te das cuenta de las cosas aunque las hayas visto, ni te acuerdas de ellas aunque las hayas escuchado. En el mismo sitio te encontrabas que éstos cuando el rey, después de morir Ciro, envalentonado por este suceso, envió mensajeros pidiendo que entregásemos las armas. Y cuando nosotros, lejos de entregarlas, marchamos armados y acampamos junto a su ejército, ¿qué nos hizo enviando diputados, pidiendo treguas y ofreciendo víveres hasta que las treguas se concertaron? Y cuando después los generales y capitanes, haciendo lo que tú aconsejas, acudieron sin armas y confiados en las treguas a conferenciar con ellos, ¿no es cierto que, golpeados, heridos, ultrajados, ni morir pueden los infelices, aun deseándolo vivamente, según pienso? ¿Y sabiendo tú todas estas cosas calificas de necios a quienes aconsejan que nos defendamos, y dices que debemos volver a entablar tratos? Pienso que no debemos admitir en adelante a este hombre entre nosotros, sino que, despojándole de su grado, podamos servirnos de él para transportar bagajes. Porque un griego que tiene este carácter deshonra a su patria y a la Grecia toda.
Jenofonte: La expedición de los diez mil. Libro tercero, I. Edicomunicación S.A., Barcelona, 1994.
Comentarios