En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al Convento de San Jerónimo desde la Puerta de la Macarena, hay, entre otros ventorrillos célebres, uno , que por el lugar en que está colocado y las circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y característico de todos los ventorrillos andaluces.Este es un fragmento de La Venta de los Gallos, de Gustavo Adolfo Bécquer. La venta aún subsiste, pero lamentablemente su aspecto es muy diferente. No queda nada del ambiente bucólico que inspiró al autor. Sólo encontraremos una casucha aparentemente abandonada, encerrada entre altos y feos edificios de viviendas. Nadie que pase a su lado podría imaginarse que aquel edificio fue, hace doscientos años, una venta andaluza típica. Las madreselvas han sido sustituidas por sucias vallas publicitarias, las parras y zarzamoras han desaparecido. Las voces, risas y canciones se han desvanecido. Ni siquiera permanece en el recuerdo del sevillano, que ha preferido olvidar su historia y su cultura. Hasta la placa que informaba al viandante de la singularidad del lugar ha sido pintada, quedando ilegible.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas, rojizas las unas, verdinegras las otras, entre las cuales crecen un sin fin de jaramagos y matas de reseda. Un cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillo y argamasa. Empotradas en el muro, que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, este en forma cuadrangular, aquel imitando un ajimez o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus negruzcos troncos por entre la armazón de madera que la sostiene, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas, cubre como un dosel el estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de anea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.
Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizos, señalando los límites de un pequeño jardín, que parece una canastilla de juncos rebosando flores. Las copas de dos corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo, forman el fondo oscuro sobre el cual se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas llenos de pitas y zarzamoras; los retamares que crecen a la orilla del agua y el Guadalquivir, que se aleja arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes, hasta llegar al pie del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por encima de los espesos olivares que lo rodean, y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul transparente.
Imaginaos este paisaje animado por una multitud de figuras, de hombres, mujeres, chiquillos y animales, formando grupos a cual más pintoresco y característico: aquí el ventero, rechoncho y coloradote, sentado al sol en una silla baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta entornando los ojos y acompañándose con una guitarrilla, mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando la mesa con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con su pañuelo de espumilla de mil colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al pasar una buena moza; un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral; un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras; el aceite que hierve y salta en la sartén donde fríen el pescado; el chasquear de los látigos de los caleseros que llegan levantando una nube de polvo; ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras, y golpes en la mesa y palmadas, y estallidos de jarros que se rompen; y mil y mil rumores extraños y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía donde tan hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez que, guiado por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo.
Es preocupante como la sociedad sevillana, salvo excepciones, le concede tan poca importancia a su patrimonio y a sus tradiciones. No podemos pedir constantemente que nuestros gobernantes asuman el cuidado de todo el patrimonio. La Administración no tiene capacidad para ello. Es la sociedad la que debe esforzarse para cuidar su historia, para ponerla en valor e integrarla en su vida cotidiana, sin destruirla, apreciando su importancia. En cualquier otro sitio, un lugar tan señalado recogido en un relato clásico de la literatura, sería convertido en un reclamo que generaría riqueza. Pero, ¿qué podríamos esperar en una ciudad en la que en plena crisis inmobiliaria se dedican a levantar rascacielos?
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