Los héroes nos fascinan desde la infancia, crecemos rodeados de leyendas y mitos protagonizados por personajes idealizados. Los niños juegan a ser héroes, a la manera tradicional en las calles o, más moderna, a través de videojuegos. Luego pasa el tiempo. Las espadas de madera se abandonan en un rincón y otras tareas nos ocupan en la adolescencia y la juventud. La madurez nos abre los ojos y nos descubre la cantidad de matices existentes, nos relativiza, nos da más perspectiva. El mundo maniqueo se ve inundado con una amalgama de detalles inesperados. Las cosas dejan de ser simples, y no es tan fácil distinguir a los "buenos" de los "malos".
Ahora cuando releo a Conrad cada vez me siento menos el teniente Armand y comprendo más al teniente Feraud, con su vehemencia y su fatalidad. Asimismo, al volver a ver, por enésima vez, el largometraje El bueno, el feo y el malo me sorprendo íntimamente, porque en mi subconsciente ya no me identifico con El rubio. No, cada vez siento más simpatía por el muy felón de Tuco. Me parece entrañable la escena en la que Tuco discute con su hermano, fraile en el monasterio donde buscaron refugio, poco antes de marcharse en busca del oro. No todo en la vida de Tuco ha sido fácil, y su actitud despreocupada y divertida tapa la amargura que alberga en su corazón. Amargura de la que nunca nadie se preocupó.
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