Cuando alguien cuestiona sobre los valores más importantes en las relaciones personales, suelen nombrarse características o virtudes muy conocidas y aceptadas. En seguida se habla de confianza, de respeto, de saber escuchar. Alabamos la nobleza en el carácter, la fidelidad, la honradez, la lealtad. Se ensalza la sinceridad, a veces hasta extremos que llegan a la mala educación (quien no ha escuchado a alguien decir "es que yo soy muy sincero y todo lo que pienso lo digo a la cara, no me gusta la falsedad y bla, bla, bla..." después de haber soltado una impertinencia o grosería).Vivimos en un mundo repleto de coaches, emprendedores y runners en pos del éxito y la energía positiva. En esas condiciones es difícil distinguir un elemento fundamental en todas las relaciones sociales y que nunca se menciona: la estupidez. La estupidez, sí, la estupidez. Desde que me levanto y pongo la radio comienzo a escuchar estupideces. De camino al trabajo oigo a transeúntes que mantienen conversaciones sazonadas con multitud de estupideces. Y en el trabajo ¡qué decir!, una detrás de otra. Y si me voy al bar a tomar el café ya ni les cuento. Por no decir el nivelito de las conversaciones si los oradores ingieren alcohol. Y así un largo etcétera. Obviamente no todas las conversaciones son estúpidas, ni todos los que dicen alguna tontería son estúpidos, me refiero a que, en buena medida, las relaciones sociales se ven salpicadas de actitudes o comentarios francamente estúpidos y que resultan esenciales para mantener vivos los vínculos. Habrá a quien pueda parecerle increíble, pero es cierto.
El humanista Erasmo de Rotterdam escribió nada menos que una obra sobre el tema, el Elogio de la Locura, que resulta mucho más didáctica que cualquier razonamiento que pueda expresar yo. El autor adopta el papel de la propia estulticia, narrando en primera persona:
Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam. Traducción de Pedro Rodríguez Santidrian, Madrid, 1993
El humanista Erasmo de Rotterdam escribió nada menos que una obra sobre el tema, el Elogio de la Locura, que resulta mucho más didáctica que cualquier razonamiento que pueda expresar yo. El autor adopta el papel de la propia estulticia, narrando en primera persona:
[18]... Decidan otros si puede haber un gran banquete sin mujeres; pero una cosa es cierta: no hay comida buena si no va salpicada de cierta necedad. De hecho, si no hay comensal que con humor verdadero o fingido mueve a risa, se paga a un bufón o se invita a un gorrón ridículo para que con sus estúpidas ocurrencias ahuyente el silencio y la tristeza de la sala.¿Tiene algún sentido, decidme, llenar el estómago de dulces, golosinas y platos exquisitos, si al mismo tiempo ojos, oídos y espíritu no se apacientan con risas, bromas y chistes?
Y reconoceréis que, metidos en harina, yo soy la única que dirijo el cotarro. ¿Quién sino yo ordena la ceremonia del banquete, la elección a suertes del rey, los dados, los mutuos brindis, la ronda interminable de los vasos, los cantos, bailes y gestos de los invitados coronados de mirto? No fueron inventadas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para solaz del género humano. Se diría, entonces, que cuanta más estupidez acumulan estos entretenimientos tanto más favorecen a la vida humana que, si es triste, ni merece llamarse vida. Y no dejará de ser triste hasta que con esta clase de diversiones ahuyentéis el tedio, gemelo de la tristeza.
[21] Os diré, resumiendo, que sin mí no existiría ningún tipo de sociedad ni relación humana agradable y sólida. Sin mí el pueblo no aguantaría por mucho tiempo a su príncipe, ni el amo al criado, la criada a la señora, el maestro al discípulo, el amigo al amigo, la mujer al marido, el casero al inquilino, el camarada al camarada, el anfitrión al invitado. Ciertamente no podrían aguantarse si no se engañaran mutuamente, adulándose unas veces, condescendiendo otras, y finalmente -digámoslo así- untándose con la miel de la estulticia. Sé que esto os parece ir demasiado lejos por mi parte, pero oiréis cosas mayores todavía.
En contraposición a la estupidez de las personas vulgares (dicho sin el menor desprecio) y, por ello, felices, el autor nos muestra a aquellos que se consideran sabios y mantienen una actitud consecuente. Lejos de parecer personas encomiables o modelos a seguir, en la vida real sufren por ello, y su pretendida sabiduría les produce más padecimiento que satisfacción, así como cierto ostracismo social.
[24]... De hecho, este tipo de hombres entregados día y noche a la sabiduría son desdichadísimos en todo...
[25] En cualquier caso, resultaría tolerable que estos filósofos fueran como asnos tocando la lira en los asuntos públicos, si no fueran también incompetentes en los demás problemas de la vida. Invita a comer a un sabio y aburrirá al más pintado con su lúgubre silencio o con preguntitas quisquillosas. Llévalo a una fiesta, y te parecerá un camello dando vueltas. Lánzalo a un espectáculo público y su misma cara desvanecerá la alegría del pueblo. Como el sabio Catón, tendrá que dejar el teatro sin poder desarrugar el entrecejo. Su intervención en una charla es como la del lobo en la fábula; si se trata de comprar, de hacer un contrato o en resumidas cuentas, cuando hay que hacer una de esas cosas indispensables de la vida cotidiana, no es un hombre lo que tienes delante, sino un tronco. Tan inútil es para sí mismo, para su familia y para el país, porque ignora las cosas más elementales, y está alejado de la opinión pública y de las costumbres del pueblo...
[30]... No se le pasa nada, nunca se equivoca. Todo lo ve tan claro como Linceo. Todo lo sopesa, no perdona nada. Es el único hombre contento y satisfecho de sí mismo, el único rico, y sano, el único rey y libre, en suma, el único en todo pero según su parecer. No necesita amigos y no es amigo de nadie, no duda en mandar colgar a los mismos dioses y condena y se ríe de todo lo que acontece en la vida como ridículo y despreciable. ¡Así es esa especie de animal perfecto sabio!
Ahora os pregunto: Si se presentara a elección, ¿qué Estado elegiría como magistrado a semejante hombre y qué ejército lo aceptaría por general? ¿Habría mujer que lo eligiese o soportase como marido? ¿Pensáis que una anfitrión puede invitar a su mesa a semejante hombre, o que un criado puede aceptar o aguantar a un señor con tal carácter? Todo el mundo, preferiría, sin duda, a cualquiera del número infinito de tontos que hay en el mundo, y que tonto como ellos pueda y sepa mandar y obedecer, y sea agradable al menos a la mayoría. Un hombre, repito, que fuera agradable a su esposa y complaciente con los amigos, atento con los invitados, y conversador alegre en las fiestas, y en fin, preocupado por todo lo humano...
Este hombre profundo, grave, ha gastado su vida en el estudio, perdiendo la parte más feliz de su vida en «constantes vigilias, cuidados y sudores», una persona que «en el resto de sus días jamás ha paladeado un sorbo de placer: sobrio, triste, tétrico; austero y sin concesiones consigo mismo; desagradable e impopular»(37). Precisamente estas personas tan rectas encuentran ridículo disfrutar abierta y públicamente de los placeres mundanos, lo cual cuestiona la estulticia por boca de Erasmo, preguntándose si «no es mejor este tipo de vida placentera y loca, que ir buscando por ahí, como dice la gente, un tronco donde ahorcarse»(31). Considera un error no tomar las cosas como vienen, no bajar a andar por la calle, o pretender «que la comedia no sea comedia» (29). Antes al contrario, es signo de hombre prudente tomar las cosas como vienen, «no querer una sabiduría superior a su condición humana común, estar dispuesto a hacer la vista gorda, y a reírse de sus desaciertos con todos los demás»(29). Porque, según el autor, en todo esto «consiste la representación de la comedia de la vida»(29).
Así que, amigos,... ¡viva la estupidez!