Llevan proclamando la muerte del Rock 'n' roll desde los años 50. Yo no voy a ser quien lo discuta. Supongo que tuvo su época dorada, que fue la música de moda entre los jóvenes desde finales de los 50 y durante la década de los 60. Obviamente me refiero a los jóvenes del ámbito occidental, y principalmente anglosajones. Desconozco cuales serían los "pelotazos" musicales de, por decir, 1958 en el mundo árabe, el subsahariano o tras el telón de acero. Me da la impresión que no escuchaban mucho a Chuck Berry. Ni siquiera en mi país, España, un país europeo, se seguían masivamente los dictados de la moda rock/pop americana y británica. Recuerdo que mis padres no tenían en casa ningún disco de música cantada en inglés. Lo que más se acercaba eran grupos como El Duo Dinámico, u otros de corte ye-yé, bandas y solistas nacionales que habían destilado las corrientes musicales extranjeras y habían elaborado un producto doméstico más fácilmente consumible.
Así que ese reinado del rock no fue realmente un dominio a lo pax romana del universo civilizado, se limitó a un ámbito geográfico bastante reducido. Y además acotado, como ya he dicho, al público juvenil. Pero, ¡ay, amig@!, con un impacto de proporciones cósmicas. Porque no vamos a negarlo, desde finales del s. XIX y hasta hoy, vivimos rodeados de una cultura dominante: la anglosajona. Una hegemonía manifiesta tras la victoria de los E.U.A. y Gran Bretaña en la II Guerra Mundial (concluida una década antes de la irrupción del rock), pero fundamentalmente basada en la producción económica, científica y cultural, y actualmente amplificada como nunca se ha visto antes por la revolución tecnológica, capaz de llegar a cualquier punto del planeta en un instante, y a un coste insignificante.
El rock, moribundo o no, ha creado seres mitológicos. Eso es incontestable. Tal es así que, cuando prepararon la ceremonia de apertura de los juegos olímpicos de 2012, celebrados en Londres, los organizadores contactaron con el representante nada más y nada menos que de The Who, banda icónica del rock británico, con objeto de que participara en los festejos con los integrantes originales, incluyendo, por supuesto, a su batería Keith Moon. El representante tiró de humor, y les indicó que el músico llevaba un tiempo esparcido en los jardines del crematorio Golders Green, de Londres, pero que si tenían una mesa, vasos y velas, quizás podrían contactar con él (Brian Braiker; The Guardian, 12 de abril de 2012). El bueno de Keith había fallecido por sobredosis de fármacos, a la edad de 32 años, el 7 de septiembre de 1978...
Y es que, señoras y señores, el rock puede haber muerto, pero lo cierto es que muchos de sus acólitos parecen haber alcanzado, de alguna u otra manera, por su presencia en el imaginario colectivo, nada menos que la inmortalidad.
(P.D. La anécdota la encontré en el Capítulo 9, epígrafe 3, del libro Historia freak de la música, de José Joaquín Barañao).
Así que ese reinado del rock no fue realmente un dominio a lo pax romana del universo civilizado, se limitó a un ámbito geográfico bastante reducido. Y además acotado, como ya he dicho, al público juvenil. Pero, ¡ay, amig@!, con un impacto de proporciones cósmicas. Porque no vamos a negarlo, desde finales del s. XIX y hasta hoy, vivimos rodeados de una cultura dominante: la anglosajona. Una hegemonía manifiesta tras la victoria de los E.U.A. y Gran Bretaña en la II Guerra Mundial (concluida una década antes de la irrupción del rock), pero fundamentalmente basada en la producción económica, científica y cultural, y actualmente amplificada como nunca se ha visto antes por la revolución tecnológica, capaz de llegar a cualquier punto del planeta en un instante, y a un coste insignificante.
El rock, moribundo o no, ha creado seres mitológicos. Eso es incontestable. Tal es así que, cuando prepararon la ceremonia de apertura de los juegos olímpicos de 2012, celebrados en Londres, los organizadores contactaron con el representante nada más y nada menos que de The Who, banda icónica del rock británico, con objeto de que participara en los festejos con los integrantes originales, incluyendo, por supuesto, a su batería Keith Moon. El representante tiró de humor, y les indicó que el músico llevaba un tiempo esparcido en los jardines del crematorio Golders Green, de Londres, pero que si tenían una mesa, vasos y velas, quizás podrían contactar con él (Brian Braiker; The Guardian, 12 de abril de 2012). El bueno de Keith había fallecido por sobredosis de fármacos, a la edad de 32 años, el 7 de septiembre de 1978...
Y es que, señoras y señores, el rock puede haber muerto, pero lo cierto es que muchos de sus acólitos parecen haber alcanzado, de alguna u otra manera, por su presencia en el imaginario colectivo, nada menos que la inmortalidad.
(P.D. La anécdota la encontré en el Capítulo 9, epígrafe 3, del libro Historia freak de la música, de José Joaquín Barañao).