Muchas calamidades se abatieron sobre las ciudades con motivo de las luchas civiles, calamidades que ocurren y que siempre ocurrirán mientras la naturaleza humana sea la misma [...] la guerra, que arrebata el bienestar de la vida cotidiana, es una maestra severa y modela las inclinaciones de la mayoría de acuerdo con las circunstancias imperantes. Así pues, la guerra civil se iba adueñando de las ciudades, y las que llegaban más tarde a aquel estadio, debido a la información sobre lo que había ocurrido en otros sitios, fueron mucho más lejos en la concepción de novedades tanto por el ingenio de las iniciativas como por lo inaudito de las represalias.Cambiaron incluso el significado normal de las palabras en relación con los hechos, para adecuarlas a su interpretación de los mismos. La audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad al partido, la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada, la moderación, máscara para encubrir la falta de hombría, y la inteligencia capaz de entenderlo todo incapacidad total para la acción; la precipitación alocada se asoció a la condición viril, y el tomar precauciones con vistas a la seguridad se tuvo por un bonito pretexto para eludir el peligro. El irascible era siempre digno de confianza, pero su oponente resultaba sospechosos. Si uno urdía una intriga y tenía éxito, era inteligente, y todavía era más hábil aquel que detectaba una; pero quien tomaba medidas para que no hubiera ninguna necesidad de intrigas, pasaba por destructor de la unidad del partido y por miedoso ante el adversario. En una palabra, era aplaudido quien adelantaba a otro en la ejecución del mal, e igualmente lo era el que impulsaba a ejecutar el mal a quien no tenía intención de hacerlo. Más aún, los vínculos de sangre llegaron a ser más débiles que los del partido, debido a la mejor disposición de los miembros de éste a una audacia sin reservas; porque estas asociaciones no se constituían de acuerdo con las leyes establecidas con vistas al beneficio público, sino al margen del orden instituido y al servicio de la codicia. Y las garantías de recíproca fidelidad no se basaban tanto en la ley divina cuanto en la transgresión perpetrada en común. Las buenas propuestas de los adversarios eran aceptadas, si un partido tenía el poder, por precaución realista, no por nobleza de espíritu. Corresponder con la venganza era más deseable que evitar de antemano la ofensa. Y si alguna vez los juramentos sellaban una reconciliación, al ser pronunciados por ambos bandos para hacer frente a una situación de emergencia, tenían solo valor de momento, dado que no contaban con más recursos; pero cuando se presentaba la ocasión, el primero que se armaba de valor , al ver indefenso al adversario, experimentaba mayor placer en la venganza por el hecho de violar la fe jurada que si hubiera atacado abiertamente; y en ello tomaba en cuenta no sólo su seguridad sino también el hecho de que triunfando merced al engaño conseguía como trofeo la fama de inteligencia. Y es que la mayor parte de los hombres aceptan más fácilmente el calificativo de listos cuando son unos canallas que el de cándidos cuando son hombres de bien; de esto se avergüenzan mientras que de aquello se enorgullecen. La causa de todos estos males era el deseo de poder inspirado por la codicia y la ambición; y de estas dos pasiones, cuando estallaban las rivalidades de partido, surgía el fanatismo. Porque en las distintas ciudades los jefes de los partidos, recurriendo en ambos bandos a la seducción de los programas de acuerdo con su preferencia por la igualdad de derechos políticos para el pueblo o por una aristocracia moderada, con el pretexto de servir a los intereses públicos, se granjeaban una recompensa para ellos mismos; y luchando con todos los medios para imponerse sobres sus contrarios, se atrevieron a las acciones más terribles y llegaron mucho más lejos en la ejecución de sus venganzas, dado que no las infligían de acuerdo con la justicia ni con el interés de la ciudad, sino según los límites que en cada caso fijaba la complacencia de uno de los dos bandos; y bien con una condena obtenida por un voto injusto, bien haciéndose con el poder por la fuerza, estaban prestos a dar satisfacción a la rivalidad del momento. De esta forma, ni unos ni otros se regían por moralidad alguna, sino que aquellos que, gracias a la seducción de sus palabras, conseguían llevar a término alguna empresa odiosa, veían acrecentado su renombre. Y los ciudadanos que estaban en una posición intermedia eran víctimas de los dos partidos, bien porque no colaboraban en la lucha, bien por envidia de su supervivencia.
Así fue como la perversidad en todas su formas se instaló en el mundo griego a raíz de las luchas civiles, y la ingenuidad, con la que tanto tiene que ver la nobleza de espíritu, desapareció víctima del escarnio, mientras que el enfrentarse los unos contra los otros con espíritu de desconfianza pasó a primer plano; no había ningún medio para reconciliar a los contendientes, ni palabras suficientemente seguras ni juramentos bastante terribles; unos y otros, cuando tenían el poder, se hacían a la idea de que no había esperanza de estabilidad y se cuidaban más de precaverse contra cualquier contingencia que de llegar a confiar en la situación. Y los espíritus más mediocres triunfaban las más de las veces; porque por miedo a su propia limitación y a la inteligencia de los contrarios, temiendo a la vez resultar inferiores en los debates y ser superados en la iniciativa de las estratagemas por la mayor sutileza de ingenio del enemigo, se lanzaban audazmente a la acción. Los otros, en cambio, arrogantemente confiados en que iban a prever a tiempo un posible ataque y no considerando necesario alcanzar con la acción lo que era posible asegurar con el ingenio, quedaban indefensos y eran destruidos más fácilmente.
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Tucídides: Historia de la guerra del Peloponeso, III, 82-83. Gredos, Madrid, 1990.
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