Es preciso, sin embargo reconocer que, si somos sensatos, esta asamblea no debe ocuparse únicamente de nuestros intereses particulares, sino que debe determinar si todavía podremos salvar a Sicilia entera, amenazada, a mi entender por las intrigas de los atenienses; hemos de considerar, respecto a la resolución de nuestras diferencias, que los atenienses son unos mediadores mucho más persuasivos que mis palabras, pues, poseyendo el mayor poderío de Grecia, están al acecho de nuestros errores con la presencia de unas pocas naves y, amparándose en el legítimo título de una alianza, con especiosos pretextos, tratan de disponer según su conveniencia lo que es enemistad natural. Porque si emprendemos nosotros la guerra y solicitamos su auxilio, a unos hombres que intervienen aun sin ser llamados, y si a nuestras propias expensas nos causamos perjuicio a nosotros mismos y al mismo tiempo les allanamos el camino del imperio, es natural que, cuando nos vean agotados, vengan entonces con fuerzas más numerosas y traten de poner todo el país bajo su yugo [...] hemos de considerar que las luchas civiles son la causa principal de la ruina de las ciudades y de Sicilia, cuyos habitantes, a pesar de ser amenazados en conjunto, permanecemos divididos, ciudad contra ciudad. Convencidos de ello, es preciso que lleguemos a una reconciliación, individuo con individuo y ciudad con ciudad, y que tratemos de salvar en común a Sicilia entera [...]. Porque los atenienses no nos atacan por una cuestión de razas, por su hostilidad a una de las dos en que estamos divididos, sino porque codician las riquezas de Sicilia.
Tucídides: Historia de la guerra del Peloponeso, IV, 60-61. Gredos, Madrid, 1990.
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